Para entrar en el agua debía previamente quitarme los calcetines, aunque tentado estuve de no hacerlo. Craso error hubiera sido, dado que dichos calcetines nos resultarían muy útiles, en seco.
Los aproximadamente nueve segundos que tardé en quitármelos, dejarlos en algún lugar y entrar en el agua, me sirvieron para recordar lo que es tener los pies calentitos. Aunque los primeros pasos dentro del mar Muerto tampoco fueron a pedir de boca, porque al calor anterior le siguieron las piedras de la orilla; así que las plantas de los pies siguieron sufriendo unos segundos más.
Es común advertir aquí a los bañistas que eviten que el agua contacte con su cara, para lo cual nadar boca abajo es una gran temeridad. De hecho, nadar es una imprudencia, al menos si las dotes natatorias se asemejan a las mías, o sea, prácticamente nulas; y más aún cuando se intenta brazear de espaldas, sin tener idea.
De ahí que en mi primer intento de flotar sobre este curioso mar, lo único que consiguiera fuese echarme agua sobre mí mismo, y sobre los ojos en particular. La ceguera momentánea me recordó los consejos, y me sirvió para verificar que efectivamente en el mar Muerto hay mucha sal.
Ahí es cuando recurrí de nuevo a los calcetines. Salí del agua, y como pude los encontré, agazapados en la orilla, cogí uno y con él me sequé los ojos.
No fue éste el único salvamento que me procuraron los calcetines. Y de hecho, no sólo me sirvieron a mí. Poco después mis camaradas acudían a ellos para socorrer sus ojos demasiado salados. Al final, los calcetines a causa de los cuales fueron vertidas risas, acabaron siendo nuestros héroes en aquella playa.
Y desde luego continuamos con la tradición. Conseguimos tumbarnos y flotar sobre el Mar Muerto.
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