Disponíamos de apenas hora y media para estar en la playa, lo que en un primer momento se me antojaba escaso. Así que pagamos las entradas y bajamos prestos hacia la arena, sin contemplar el resto de instalaciones; esto es, chiringuitos hosteleros y otros, donde se vendían productos diversos.
Dejamos nuestras pertenencias bajo una marquesina y procedimos a la playera costumbre de despojarnos de las vestimentas. Ahmad se quedó un poco más arriba hablando con Halil y posiblemente con alguno de los trabajadores que en la playa había, y no bajó hasta un rato después. Desde luego con la tormenta de calor que estábamos sufriendo, el que Ahmad estuviera allí en pleno ayuno era como para erigirle un monumento.
Una vez que los compañeros se despojaron de lo dispensable, se encaminaron sin mayor dilación hacia el agua. Yo aún tardé un poco más, justo el tiempo que necesité en buscar una solución al problema que me rondaba la cabeza, y sobre todo, los pies. Porque pronto constaté que mis compañeros habían incluído entre sus pertenencias mochileras unas chanclas, lo que a mí no se me ocurrió. Quizá en una playa del litoral vasco este calzado no hubiera representado mayor quebranto, mas en una playa jordana, a las dos y algo de la tarde, en pleno agosto, sentí que tenía un problema por resolver.
O bien me quedaba allí debajo del refugio todo el tiempo que mis camaradas tuvieran a bien pasarse en el agua, y de paso perderíame una de las experiencias más evocadas por el ser humano en esta parte del planeta, es decir, flotar en el mar; o bien demostraría al resto de gente de la playa (escasa a esta hora) que soy un vasco de pura cepa y bajaría la cuesta arenosa hasta el agua sin ninguna protección en mis pies, aún sabiendo que esta opción me dejaría las plantas de los mismos algo calcinadas.
Como ninguno de estos pensamientos me resultaba ciertamente atractivo, opté por una alternativa diferente: hacer el ridículo, pero sin quemarme..., o no tanto, al menos. Así que, me puse los calcetines, y 'protegido' con los susodichos me dirigí con paso ligero al agua, antes de que el calor me derritiera los pies.
Así llegué hasta la orilla del mar Muerto. La entrada en él también fue una odisea.
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