Llegamos a Anjar. Vemos algo de la zona sin bajarnos del coche. No nos da tiempo más que para ir a comer. Ahmad nos lleva a un restaurante, Jazira, que nos impacta. Aún muchos días después seguiremos recordando aquel lugar, aquella nuestra primera comida libanesa, aquella majestuosidad de sabores, aquellos remordimientos de conciencia por no poder zamparnos tantos y tan exquisitos platos.
Aquella primera comida con la mesa junto al estanque no la esperábamos. Según entramos al recinto comienza a pulular entre nosotros una pregunta evidente: ¿esto será caro? Nos traen el menú, el cual está escrito todo en árabe. Ahmad pide por nosotros. No entendemos su conversación con el camarero, interactúan preguntas y respuestas, tengo dudas sobre la conveniencia de comer allí, parece que va a ser muy caro, espero que Ahmad sepa lo que pide. Simplemente nos dice que nos van a traer el menú completo, que habrá de todo.
Comienzo a asustarme, ahora sí. Lo que no consiguieron antes los militares en la carretera lo está logrando una terrible incertidumbre culinaria. O bien el menú nos costará un ojo de la cara, o bien comeremos hasta hartarnos; o peor aún, ambas dos.
Lo primero en llegar son unos frutos secos como aperitivo. Ahmad nos recomienda que no comamos y nos reservemos para el menú. Llega el primer plato, alguien pregunta el nombre, Ahmad nos lo dice, complicada pronunciación, se me olvida. Llega otro plato, se vuelve a preguntar por su denominación, yo ya no me molesto en retenerlo en la cabeza, viene otro y otro, y otro más. Salsas, verduras, carnes, no sabemos por dónde empezar, qué comer primero o después. Llegan más platos y aún faltan los segundos. La mesa está llena y todo esto me inspira una completa certeza, que no seremos capaces de acabar con tanta comida.
De segundo plato elijo pescado, para digerir mejor todo lo anterior. Qué inocente soy, la trucha es enorme, parece que se hubiera comido ella sola todos los platos precedentes. No puedo comerla toda, a los otros comensales les ocurre lo mismo con la carne pedida. Jamás asistí a un dispendio tan salvaje de comida. Subrepticiamente una imagen se coló en mi cerebro, la del paraíso, donde la comida abunda en cantidad y en calidad, o eso dicen los que entienden y creen en esas cuestiones.
Decididamente aquello nos iba a costar un riñón. Y aún quedaba el postre…
Bandejas de fruta para que comiéramos nosotros y todos los militares que nos habíamos encontrado en la carretera aquel día. Llegados a aquel punto ya no nos producía tanta vergüenza el dejar ningún manjar sin tocar. Tras tanta frugalidad, aún quedaba el té y trozos de sandía y melón. El té bueno, la sandía formidable, y el melón… Afortunada cualidad posee quien pueda describir con propiedad sabor tan exquisito, tanta magnificencia para el paladar. Afortunados los que lo comimos.
Llegó la hora de la ‘dolorosa’. El precio no fue mayor que el de un menú de precio medio-bajo en Bilbao, similar a comernos unas pizzas en un Telepi por ejemplo. Por ese dinero, tan generosa comida, en un lugar tan tranquilo y apacible como aquel, nos sentimos poco menos que unos marajás. El único pero de todo aquello es que Ahmad, nuestro anfitrión, había comenzado Ramadán y no se pudo unir a nuestro banquete.
Con los estómagos repletos y la incertidumbre de si sobrevivirían los patos del estanque a los que Mariví atiborró a comida, volvimos a la casa de la montaña.
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