En seguida nos topamos con un conjunto de ruinas romanas, que atestiguan que también ellos estuvieron allí. Dejándolas atrás llegamos a un oasis, esto es, un espacio recreativo con árboles, y sobre todo con un restaurante y unos servicios. En este entorno fue donde nos ofrecieron por vez primera el alquiler de un burro para la ascensión al monasterio. Lo rechazamos, al igual que los ofrecimientos posteriores; quizá debido a que nos pareció que no tenía ningún mérito subir montado en un burro. Error. Había que tener mucho valor para subir en uno, y sobre todo, para descender en uno de estos animalitos. Lo comprobamos al ver la bajada de un hombre que a duras penas mantenía el equilibrio. Al menos su compañera se lo estaba pasando en grande, divirtiéndose de lo lindo en el burro posterior que montaba.
Quizá fuera porque esperaba divisar el monasterio antes, mucho antes, o no recuerdo por qué otra razón, el caso es que la subida se me hizo larga. Porque si hasta entonces el trayecto había resultado liviano, por mor de nuestra curiosidad, que no del sol, la subida ya no lo iba a ser tanto. Escalones, cientos de ellos, creados en la misma roca que no parecían acabar.
Durante la subida, a pesar del calor, de vez en cuando mi cabeza obtenía la suficiente lucidez para sorprenderse con aquel bello paisaje desértico, con arenisca de diferentes colores, piedras con curiosas formas, e incluso beduinos vendiendo productos diversos en tiendas a modo de jaimas. Quizá esto fue lo que más me llamó la atención, aquella gente que se ganaba la vida allí, y más aún, aquellos que además vivían en aquel insólito paraje.
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