Nos dice Ahmad que vamos a visitar a monseñor Eduard, obispo cristiano ortodoxo. Me resulta atractiva la idea. Por una parte hablar con un religioso cristiano y escuchar sus puntos de vista. Por otro, adentrarnos en un lugar que según vamos avanzando por la carretera se me antoja remoto.
Me sorprende el lugar, Rashaya Al Wadi, un pueblito en la montaña, aunque aún más su antigua iglesia, y el obispo. Su cordialidad nos conmueve, los zumos y los dulces que nos ofrece engatusan nuestros paladares terrenales, y sus palabras y el canto que comparte con nosotros dentro de la iglesia nos resultan celestiales.
Nos habla de una procesión religiosa a la montaña el día 5 de agosto, donde se pasa toda la noche. Nos invita a unirnos a ella, suena muy bien, resultaría una experiencia inigualable. Personalmente me lo pienso, aunque ello trastoca los itinerarios que vayamos a perseguir en los próximos días.
Nos despedimos del obispo con el agradecimiento sincero por su hospitalidad, y con la impresión personal de que dejamos atrás un lugar con cierto aire místico. Este alto en nuestro camino me ha reconfortado de alguna inexplicable manera.
Proseguimos camino a Anjar. Aún haremos otra inesperada parada. Una nueva sorpresa que nos tiene preparada Ahmad. En esta ocasión se trata de un templo perdido, unas antiguas ruinas que no aparecen en ninguna de las guías que llevamos, que no son conocidas por los extranjeros. Se trata del templo de Manarah. Subimos hasta allí cual exploradores de una película de aventuras, con la satisfacción de llegar a un sitio recóndito, de descubrir el vestigio de una civilización extinta. Me reconforta sentarme allí arriba, entre las ruinas, viendo por un lado la subida que acabamos de realizar, por el otro las montañas que nos separan de la nación siria, y sobre nosotros el gran astro nos observa curioso y abrasador.
Iniciamos la bajada, nos cruzamos con un pastor y sus cabras, nos metemos en el coche, cuyos asientos están prácticamente quemando por el calor, y nos dirigimos, ahora sí, a Anjar.
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