Vamos a la parte vieja de Damasco, lo que ya es decir. Por allí paseamos a ritmo acelerado. Sus calles, las tiendas con multitud de souvenirs que nos tientan los bolsillos, pero a los que apenas podemos dedicar un rato. Andamos con buen ritmo. Varias iglesias, un hotel con balcones pintorescos, más souvenirs, el restaurante del 'lehendakari', fantásticos objetos de artesanía. El tiempo es oro, andamos cortos de este metal y seguimos andando a buen paso.
Tras recorrer, casi vislumbrar esta interesante zona de la capital, llegamos a otra mezquita, donde tendremos tiempo para observar, para sorprendernos, para imbuirnos otra vez del aire espiritual del templo musulmán. Se trata de la gran mezquita omeya. El adjetivo tiene un doble sentido de grandeza, por sus dimensiones y por todo lo que su interior contiene.
Cada cual entra al recinto por puertas diferentes. Carlos y yo entramos por otro lado. Nosotros dos somos los únicos a los que nos cobran entrada. También somos los que más aspecto de turistas mostramos, y en cualquier caso es una cantidad mínima. Entramos.
Para llegar al interior del templo de oración propiamente dicho, hay que cruzar el patio. Estoy con calcetines, el suelo me está quemando, abrasando más bien; así que mi compañero Carlos que no tiene calcetines...
Tras acelerar el paso, casi correr para llegar a la zona templada, nos reunimos con los demás y entramos al interior. Cuando se nos enfrían los pies es cuando percibimos, nos maravillamos con aquel gigantesco atrio.
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