viernes, 5 de agosto de 2011

La oración

Esta noche volvimos a ser invitados a romper el ayuno con la familia de Ahmad. No sé a quién se le ocurrió aquello de que ‘segundas partes nunca fueron buenas’. Desde luego no sólo fue buena la celebración, sino excelente.
La invitación ya me parecía un lujo, la comida nuevamente de primer nivel, muy copiosa, con platos cuyos nombres seguían pareciéndome impronunciables. Si todo esto era tan bueno o mejor que en la anterior ocasión, lo que vino después fue sencillamente único, irrepetible quizá.
Llegaron unos amigos de la familia, uno de ellos un sheik de una de las mezquitas del downtown nada menos. Nuevamente, por enésima vez durante estos días, no sabíamos qué debíamos decir o hacer, ante tan insigne persona dentro de la religión musulmana. Pronto descubrimos, gracias a su afabilidad, que no era necesario mostrar ningún protocolo con él. Y en seguida fuimos partícipes de otra experiencia única, una más en aquella amigable nación.

Con nuestros estómagos a punto de saturarse, con los postres y nosotros todavía en la mesa, nuestros amigos se reunieron y comenzaron a orar, conducidos por el sheik. Nos miramos, no sabíamos cómo se debía reaccionar, si levantarnos de la mesa y marcharnos, lo que podía considerarse como una falta de respeto, o quedarnos allí. Optamos por esta última opción, más que nada porque ya era tarde para decidir otra cosa.
No sólo habían roto el ayuno con nosotros, también estaban compartiendo un momento íntimo familiar. No sé si eran conscientes de cuán honrado me estaba sintiendo en aquel momento.

Tras el té volvimos a casa, y de allí salimos Carlos y yo a dar un paseo por el downtown. Al volver paramos en uno de aquellos bares ‘campechanos’, donde unos señores jugaban a las cartas, donde nos tomamos algo sentados bajo el cálido cielo beirutí (aunque algo menos caluroso en aquella hora de la noche).

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