Habíamos llegado al punto más alto de Petra. Habíamos caminado durante horas. Y ahora lo que tocaba no era descansar, sino iniciar el camino de regreso. Y éste no habría de ser especialmente agradable para mí, y mucho menos para Ahmad.
El trayecto de vuelta al autobús era exactamente el mismo que en la ida, así que no había monumentos nuevos que descubrir.. Además, estábamos cansados, y en mi caso el sol me estaba golpeando ya la cabeza. Aunque Ahmad aún lo tenía peor, bastante peor.
En el camino de vuelta, Álvaro y Mariví fueron delante; pronto nos sacaron cierta ventaja. Ahmad se encontraba en época de Ramadan, hacía un calor como para derretirnos, y para colmo la caminata había sido intensa. Así que tampoco estaba para muchos trotes.
Llegamos a la explanada de arena donde se encontraba el monasterio. Allí paramos en el bar. Ahmad para orar, en una carpa preparada al efecto, y Carlos y yo para comprar una botella de agua. Aunque mi bolsillo me decía que tres euros por una botella de agua de litro y medio es un timo, mi cabeza, aproximándose a la insolación, concluyó que merecía la pena pagar lo que fuera a cambio de esa botella. El litro y medio se esfumó antes de llegar abajo.
Hicimos más compras en el camino. En unos tenderetes, a unas beduinas les compramos unas pulseras, un collar y un curioso y bonito juguete.
Cuando terminamos de bajar peldaños nos encontramos con el siq exterior de nuevo, que nos llevaría un rato desandar. De nuevo las ruinas romanas, las tumbas reales, el teatro, y el Tesoro (Khazneh). Una foto con él de fondo, y nos adentramos en el cañon otra vez, en el siq.
Nuestra marcha era más ligera que en la ida, así que no nos detuvimos en admirar el paisaje de rocas coloreadas. Ni lo hicimos con los demás monumentos fúnebres que salpicaban el sendero posterior al siq; así que fue un acierto sacar fotografías en el trayecto de ida.
Dejamos atrás uno de los lugares más emblemáticos de la antigüedad, y de los más admirados actualmente. Había merecido la pena visitar la capital de los nabateos.
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