jueves, 4 de agosto de 2011

Fumando regaliz

Tras cierto 'aturdimiento' contemplativo por mi parte al pasar por aquellos dos lugares, la mezquita y el mausoleo a Hariri, proseguimos el paseo. Pasamos por un dunkin donuts y por supuesto nos acordamos de Mariví, quien nos dejaba meridianamente claro su deseo de degustar donuts cada vez que pasábamos por cualquiera de las tiendas con que la franquicia cuenta en Líbano. Una y otra vez la animábamos a que comprara, a lo que ella se negaba, por alguna razón que escapaba a mi entendimiento. Mas como todo esfuerzo acaba cobrando su recompensa, al final... Pero hasta llegar a ese momento aún deben suceder muchas más situaciones a contar.
Entramos en el Downtown, llegamos a una galería comercial, y en seguida salimos, pasamos por una calle de caros restaurantes, al final de la cual se alzaba un imponente reloj. Vimos otros edificios y monumentos cuyos nombres desconocíamos entonces, pero que Ahmad nos aclararía un rato después.

Volvemos a casa por el mismo camino de la ida. Y en la otra acera vuelven a llamarnos la atención un par de bares por su aspecto aparentemente campechano. Cruzamos la carretera, y al mirar hacia la izquierda vemos de nuevo la mezquita de cúpulas azules. Está anocheciendo y ahora su aspecto es aún más imponente.
Entramos en el bar. Consta de tres espacios, uno de los cuales tiene algunas mesas, otro, en el centro, tiene una diminuta barra donde únicamente se cobra al cliente y unos frigoríficos expendedores de bebidas; y en la tercera, donde nos ubicamos nosotros, hay algunas mesas con una televisión, y una esquina-terraza donde sacamos las sillas de plástico.
Un bar, sí, pero su aspecto es cuanto menos curioso. Se asemeja más a una casa donde cada uno se coge su propia bebida y se va a beberla con su silla a donde quiere (a la calle si le place).

Se nos nota en seguida que somos turistas. Y mucho más cuando Carlos pide un narguile. No sabemos ni cómo se fuma, ni cuánto, ni tan siquiera cómo se pide uno. Así pues se produce una farragosa conversación entre Carlos y el camarero, o quizá el dueño del local, en la cual consigue finalmente transmitirle que quiere fumar un narguile, no comprarlo, y por qué precio. Aquel hombre insiste en preguntarle a mi compañero si está seguro de querer fumar, lo cual me transmite cierta inseguridad sobre la conveniencia de probar aquel artefacto.
Al cabo de unos minutos, cuando ya estábamos acabando nuestras bebidas (no se podía consumir alcohol dentro del local, pese a encontrarse en las neveras), apareció otro hombre con el narguile. Lo miramos con disimulada estupefacción, y con mirada interrogativa nos preguntábamos para qué era el carbón que nos puso a un lado. La respuesta se la pedimos a él, quien nos explicó el funcionamiento.
Tenía cierto sabor a regaliz. Parecía suave, quizá porque lo prepararon así ante las dudas de que no pudiéramos 'resistir' algo más fuerte. En cualquier caso Carlos, y de paso yo también, había cumplido el deseo de probar qué era un narguile. Y pese a la amabilidad mostrada pagamos sin dar ni una mísera propina. El arrepentimiento llegó en seguida, pero ya tarde.

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